Demasiadas emociones, demasiados kilómetros, muchos grandiosos encuentros y algunos tristes desencuentros.
Un anhelo de vida cumplido. Por una parte lo improbable se volvió real y tangible, y por la otra, el sueño del martes sólo quedó en eso, una dura broma del subconsciente que cada día parece regodearse más con imágenes utópicas, por más que el consciente se obstine en hacer hasta lo imposible por despertar del reposo mental.
La extraña dicotomía sucedida con diferencia de horas: el estar junto a alguien a quien nunca quisiste tener al lado y después, no poder estar con quién siempre has querido.
Muy cerca pero más lejos. De centímetros a 178 kilómetros. De una pantalla de televisión al mínimo espacio que separa a dos lugares del Business de Lan.
Del odio al amor y de regreso, del amor al odio en tan sólo un mediotiempo.
La ilusión de explorar lo desconocido, de refrendar el afecto, de recuperar la confianza y de ganar el respeto, de saborear la gloria, de disfrutar del éxito, de estrechar una mano amiga, de dar un abrazo olvidado e imaginar el beso que abroche la fantasía.
El temor al error, a morir en el intento, a una nueva decepción. Vergüenza? Esa no existe.
La expectación pronostica el triunfo y el desenlace sabe a algo parecido a frustración. Estas batallas fueron perdidas pero al final del día las sensaciones me indican que ganaremos la guerra.
Y la ganaremos porque estuvimos ahí, sólos. Sin importar el por qué o el cómo. Porque cuando la historia relate nuestro periplo se acordará que no volteamos nunca hacia atrás; todo lo contrario, nos describirá como los guerreros que fuimos hoy: incansables, valientes, decididos, idealistas y porque nos une algo mucho más fuerte que un lazo que lleve algún adjetivo calificativo. Nos une aquello que sólo nosotros sabemos y entendemos, pero que tanto nos cuesta decir. Aquello, en donde está cimentada nuestra eventual eternidad.
